Hay historias de horror que nos perturban por el sadismo de las criaturas que atormentan a los personajes; zombis, vampiros, hombres lobo, científicos locos, demonios, fantasmas, asesinos seriales… pero ¿de dónde surge semejante maldad? ¿La brutalidad que demuestran las bestias de nuestro imaginario no es más que un reflejo de nuestro propio impulso violento? Pero lo más importante: ¿existe remedio? A más de cincuenta años de su estreno, El bebé de Rosemary (en Hispanoamérica) o bien, La semilla del Diablo (en España), de Roman Polanski, aún resuena en nuestros sentidos con su abrumadora respuesta.
El bebé de Rosemary (1967), novela del estadounidense Ira Levin, llevada al cine un año después por Roman Polanski y coronada por los halagos de la crítica internacional, es uno de los principales referentes para comprender que la violencia es lo que engendra al mal, no solamente en gran parte de las historias de terror que conocemos, sino en nuestra propia sociedad.
Tal vez por eso sea tan acertado el título de la obra en España: La semilla del Diablo, pues no remite al producto de la relación tóxica y desequilibrada entre los protagonistas, Guy y Rosemary, es decir, un hijo que resulta ser el Anticristo. Tampoco coloca como sujeto a Satanás, uno de los seres más abominables que ha pensado el hombre, sino que la atención gira en torno a la semilla, al origen. ¿De dónde surge, pues, el mal?
La génesis de la violencia
En esta historia, la joven pareja llega a vivir a un edificio en donde el marido comienza una extraña relación de amistad con los Castevet, un par de ancianos impertinentes que aparentan ser amables y protectores, pero en realidad esconden una intención perturbadora: a cambio de ayudar a Guy en su carrera actoral, quieren el cuerpo de Rosemary para engendrar al hijo del Diablo. La joven desde un inicio expresa sospecha e incomodidad sobre la conducta entrometida de los ancianos, pero ya es demasiado tarde. Su marido ha aceptado el trato y es parte de la secta.
La escena en la que se engendra al hijo de Satanás transcurre en una aparente pesadilla en la que Rosemary es atada y violada por Guy, quien, en la ambigüedad del sueño, se muestra de pronto como algo no humano. Al siguiente día, la joven tiene rasguños en el cuerpo y su marido asegura haber estado ebrio y tener las uñas sin cortar. Entre el diálogo errante, Rosemary le reclama haber tenido relaciones sexuales mientras ella estaba inconsciente cuando podría haber esperado a la mañana siguiente.

La criatura en la que toma forma Guy en la escena de la violación es el mismo Diablo.
Este acto de violación es, en la trama, la forma en la que se engendra al hijo del Diablo, pero lo mismo ocurre con gran parte de los monstruos y seres perversos que pueblan nuestro imaginario: es la violencia la que origina seres malignos, violentos a su vez, con una sed insaciable de venganza.
La violencia fuera de la pantalla
La película fue estrenada en 1968 y, como es bien sabido, tan sólo un año después fue perpetrado el asesinato de Sharon Tate, la entonces esposa del director Roman Polanski, la cual estaba a un par de semanas de dar a luz. El crimen fue llevado a cabo por La Familia, grupo liderado por Charles Manson. Este acontecimiento ha causado gran revuelo desde entonces, alentando todo tipo de teorías en torno al tema del satanismo presente en la historia de El bebé de Rosemary, y la escena del crimen de la actriz.

Roman Polanski y su entonces esposa, la actriz y modelo estadounidense Sharon Tate, asesinada por apuñalamiento a unas semanas de dar a luz.
¿Coincidencia? ¿Brujería? ¿Mala suerte? En la película, la semilla implantada en Rosemary a través de la violación da origen al Anticristo. Si planteamos esta trama como una alegoría de lo que sucede en nuestra sociedad actualmente, ¿cuál sería nuestra semilla del Diablo? ¿La pobreza? ¿La drogadicción? ¿La falta de educación y oportunidades? Tal panorama fue precisamente el que engendró a Charles Manson: una madre alcohólica, pobreza, soledad, drogadicción y una sociedad hostil. Las novelas y películas son únicamente el reflejo de nuestra realidad. He ahí la razón de que nos sintamos identificados con los monstruos resultantes de nuestro imaginario colectivo: todos hemos sufrido violencia y exigimos venganza.
La trágica historia en El bebé de Rosemary termina en una resignación enloquecedora. La madre reconoce que todos a su alrededor (su esposo, el médico, sus vecinos…) forman parte de la secta satánica que ha logrado su cometido: su bebé es el Anticristo. Ella no tiene más remedio que entregarse y mecer la carreola con la mirada perdida… ¿Es ese el destino que nos espera?

Mia Farrow en el papel de Rosemary, ya con el semblante demacrado por los maltratos psicológicos de su marido y sus vecinos.
La trama nos estremece porque, como seres sociales, buscamos un mínimo de confianza en el otro. Pero ¿qué pasaría si la teoría de que el ser humano es violento por naturaleza fuera cierta, como lo propone Anthony Burgess en La naranja mecánica? ¿Y si, a pesar de intentarlo todo –incluso un procedimiento brutal como el método Ludovico en la misma novela–, la violencia fuera tan fuerte en nosotros que lograra imponerse a toda costa? Entonces seguiríamos engendrando el mal, como una cadena que comenzó desde que nuestro primer ancestro asesinó a otro por poder y dominio, y no terminará hasta que el último ejemplar de nuestra especie deje de respirar.
El círculo vicioso continúa su eterna marcha, y a más de cincuenta años de su estreno, El bebé de Rosemary nos deja en claro que no es un ser demoníaco el que viene a sembrar el terror en nuestras vidas; es el egoísmo y la maldad en nuestra propia especie. La semilla del Diablo germina en nosotros.